por Cyntia Páez Otey
El Tratado de Versailles de 1919 mutiló el orgullo
germano. La primera guerra mundial no sólo destrozó a Europa, sino que Alemania
–la gran Alemania- quedó convertida en un imperio antaño poderoso y hoy en el
suelo, literalmente, en el suelo. Francia y Gran Bretaña deben mantener el incipiente
fuego alemán dentro de sus límites a punta de diplomacia: La Liga de las
Naciones impone durísimas condiciones económicas y militares, mientras el
socialdemócrata Friedrich Ebert acepta la
humillación. Ebert muere en 1925 y el militar Paul Von Hindenburg asume como
segundo presidente de la República de Weimar a los 64 años. Adolf Hitler, un
casi desconocido militar y revoltoso joven político, no sólo avanza rápidamente
con su partido nacionalsocialista hasta pelear la presidencia, sino que en
escasos años el mismo Von Hindenburg se ve en la obligación de ofrecerle el
cargo de Canciller en 1933. El resto es historia. Alemania, el águila negra,
renace de las cenizas basado en el odio y resentimiento hacia quienes creyeron
que el espíritu ario moriría. Hitler, el mesías que devolvería a Alemania
merecido y glorioso pasado, usó la fuerza del odio y la guerra para rearmar al
imperio empuñando la bandera de la voluntad de su pueblo.
Pero, ¿es realmente
el triunfo de la voluntad? ¿Puede el pueblo desear y justificar el odio, la
matanza y la guerra por orgullo nacional? ¿Puede el pueblo hacer algo contra
ello sin ser aplastado por las mismas armas que defiende? ¿Puede el Estado
estar detrás y defender a un gobernante que usa el poder para dañar a su propio
pueblo? ¿Puede Bashar Al-Assad continuar actuando impune y sin control contra
quienes debe proteger? La manipulación no es política y, sobretodo, no es
diplomacia.
Durante los años 20
y 30, Adolf Hitler fue subestimado tanto por la comunidad internacional como
por los líderes europeos. Uno de los personajes más influyentes del siglo XX,
el inglés Winston Churchill, fue uno de los primeros en encender la alarma por
el rearme alemán y obligó a Londres a invertir en mantener su superioridad
militar, primordialmente a la RAF: “You were given the choice
between war and dishonour... you chose dishonour and you will have war”. La invasión a Polonia colmó su paciencia
y el 1 de septiembre de 1939 la negra capa de la guerra cubre Europa y pronto
cubrirá el mundo entero de un modo u otro.
Hacia 1945, el genocidio queda al descubierto y las atrocidades
cometidas contra los derechos humanos –ATROCIDADES (con mayúscula) contra miles
de niños, mujeres, ancianos y enfermos; judíos, negros, gitanos, homosexuales-
paralizan a quienes fueron testigos mudos del puño del Estado nazi. Sólo una
pregunta rondaba sus cabeza: “¿Pudimos haber hecho más -o antes- para salvar
estas vidas inocentes?”. La inacción es también una acción: es decidir hacer NADA
frente a algo que está ocurriendo ante nuestros ojos.
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