10 de septiembre de 2013

La DC y la espiral del Golpe



por Giovanna Flores Medina y Rodolfo Fortunatti
Cuando ocurrió el Golpe de Estado en Chile, con sus agresiones y la represión de halo deleznable, fue tal el rechazo que provocó en el mundo, que Gabriel García Márquez prometió no volver a escribir hasta que el general Pinochet dejara el poder. No pudo cumplir su promesa. Mientras la dictadura se prolongaba y consolidaba con su revolución neoliberal y su tratamiento de choque, el gesto testimonial del escritor colombiano perdía eficacia y sentido. Fue por eso que el Nobel se resolvió a escribir y a publicar, recién en 1981, su ‘Crónica de una muerte anunciada’.
‘Crónica de una muerte anunciada’ es el relato sobre el trágico final del bellísimo y joven Santiago Nasar a manos de los gemelos Pedro y Pablo Vicario, predestinados por fuerzas incontroladas a vengar la deshonra sufrida por su hermana Ángela. Nunca hubo una muerte más anunciada, se lee en la breve novela. Nunca hubo más envidia soterrada, abuso y desdén en clave flamenca, que en las acciones de los conocidos, amigos y enemigos. Nunca hubo más realidad criminal que realismo mágico, como en esta venganza, donde los victimarios pasaron, súbitamente, de la subordinación, silenciosa y concomitante, al odio. Todos en el pueblo sabían que los hermanos Vicario buscaban a Santiago para matarlo. Incluso ellos mismos, que a nadie ocultaban sus cuchillos de matarife, penaban porque alguien los liberara de su pesada carga. Pero los que pudieron haberlo hecho, no lo consiguieron, y quienes más lo desearon, no imaginaron cuán fatal habría de ser el desenlace, un drama que por largas décadas aguijonearía sus conciencias.

EL VÉRTIGO GOLPISTA

Aquella fue una verdadera tragedia. Desgraciada y funesta, como la que se representó en los escenarios de Chile hace cuarenta años. De ella también podría escribirse que nunca hubo un Golpe más anunciado. A fines de agosto de 1973, tras la renuncia del general Prats a la cartera de Defensa, y a la Comandancia en Jefe del Ejército, luego que la Cámara de Diputados declarara la inconstitucionalidad del gobierno de Allende, Radomiro Tomic le escribirá: «Como en las tragedias del teatro griego clásico todos saben lo que va a ocurrir, todos desean que no ocurra, pero cada cual hace precisamente lo necesario para que suceda la desgracia de lo que pretende evitar». Tomic, líder democratacristiano indiscutido del proyecto de unidad política y social del pueblo, no pudo anticipar mejor el devenir violento del asalto al Estado. Con el tiempo sabríamos que, ya en mayo de ese fatídico año, la CIA había movido sus piezas en el tablero de ajedrez y registraba su convicción de que «Allende no durará otros 30 días en su oficina» y que «Pinochet no será una piedra en el camino para el Golpe». A esas alturas, el destino había jugado sus cartas, y todo intento por salvar la fatigada democracia chilena parecía inútil, en especial cuando actores de derecha, tan poderosos y obcecados, tomaron en sus manos el propósito ideológico de poner fin a casi un decenio de progresiva revolución.
Durante cuatro décadas la falta de rigor histórico y las necesidades políticas de orientación, han alimentado, por algunos, el mito de la Democracia Cristiana chilena (DC) —unida a la CIA, la ITT y los dineros de campaña mal habidos— como una de los responsables o coadyuvantes políticos y criminales de la crisis del 11 de septiembre. La función de este mito ha sido clausurar el pasado a todo sondeo que desentrañe las responsabilidades que aún no se han salvado, lo que se ha traducido en una forma de silenciar ese pasado.
Más allá de sus declaraciones, siempre reaccionarias, y de sus fuerzas paramilitares, propias de elite, ya en febrero de 1973, el movimiento fascista Patria y Libertad advertía públicamente del Golpe de Estado. Su secretario general, Roberto Thieme, que —gracias a sus contactos con la CIA— manejaba información privilegiada acerca del estrecho resultado que arrojaría la elección parlamentaria del 4 de marzo, echaba por tierra las expectativas de la derecha de lograr los dos tercios necesarios para destituir a Allende, y postulaba un giro decidido hacia la vía insurreccional y sediciosa. Thieme calculaba que el Golpe de Estado, gatillado por el efecto combinado de una huelga general, semejante a la del Paro de Octubre, y de una intensa propaganda política que denunciara la ilegitimidad del gobierno, debería ocurrir hacia el mes de junio. Pero pocos le dieron crédito al aventurero y temerario Thieme, y a sus desprolijas acciones. Incluso hasta nuestros días la asonada del 29 de junio es vista sólo como un mal ensayo del que tuvo lugar en septiembre, en circunstancias que —y así lo confirma el dossierde la agencia norteamericana analizado por Carlos Basso en el libro ‘La CIA en Chile, 1970-1973 (Aguilar)’— fue realmente un Golpe fallido que costó decenas de muertos y heridos. El rol de la CIA, y su experimentada logística sobre los planes de quiebre institucional, de los “gremialistas”, del Partido Nacional y de Patria y Libertad, sería determinante.
Sin embargo, en marzo la democracia todavía contaba con una chance. El país había salido cansado y abatido de la agitada primavera del ‘72, cuando, en palabras del entonces ministro del Interior, Carlos Prats, «Chile estuvo al borde de un enfrentamiento muy cruento» o, en la lírica de Silvio Rodríguez,«un poderoso canto de la tierra era el que más cantaba». La expectativa cifrada en la elección de marzo era la de un plebiscito que contribuyera a desempatar el paralizante y ya insoportable equilibrio de fuerzas. Era el recurso institucional disponible, pues no se realizarían otras elecciones sino hasta la municipal de 1975, y la próxima presidencial debía verificarse en 1976. Pero aquel domingo de marzo la opositora Confederación Democrática obtuvo el 56 por ciento y el oficialista Partido Federado de la Unidad Popular el 43. El mensaje de la ciudadanía había sido salomónico: le dio la mayoría a la oposición, pero fortaleció la legitimidad de ejercicio del gobierno.

DEL DIÁLOGO A LA RUPTURA

Durante cuatro décadas la falta de rigor histórico y las necesidades políticas de orientación, han alimentado, por algunos, el mito de la Democracia Cristiana chilena (DC) —unida a la CIA, la ITT y los dineros de campaña mal habidos— como una de los responsables o coadyuvantes políticos y criminales de la crisis del 11 de septiembre. La función de este mito ha sido clausurar el pasado a todo sondeo que desentrañe las responsabilidades que aún no se han salvado, lo que se ha traducido en una forma de silenciar ese pasado. La sospecha recayó sobre la DC, actor crucial de la revolución popular más profunda ocurrida hasta ese momento, y sobre su amplia red de dirigentes, justamente por  detentar la colectividad la presidencia de ambas cámaras del Congreso.
¿Pero qué actitud asumió la Democracia Cristiana frente al nuevo escenario que emergió con las elecciones de marzo de 1973? Ofreció al gobierno lo que Bernardo Leighton llamó el camino del«consenso mínimo», vía consistente en conciliar en una plataforma común los planes de reforma de Allende y Tomic. La Unidad Popular ya había realizado su programa, y la Democracia Cristiana no tenía otro más que el de 1970, pero ambos proyectos permitían moderar las poderosas tendencias revolucionarias que luchaban por imponerse, en la dirección de un cambio reformador. La respuesta intransigente del gobierno vino en la voz del diario comunista El Siglo, que acusó a la falange de haber recibido apoyo financiero de Estados Unidos durante la campaña presidencial de 1964. Los ataques abrieron una brecha de tal profundidad con la DC, que terminaron minando la postura dialogante de la mesa conducida por el senador Renán Fuentealba, de visión más progresista, y precipitaron las condiciones de su derrota en la Junta Nacional del 13 de mayo de 1973. Con él también se neutralizaba parte de la propuesta —coincidente con la izquierda— de la llamada vía no capitalista de desarrollo como estrategia económica identitaria de la DC.
La tesis de «no dejarle pasar ni una al gobierno», representada por Patricio Aylwin, venció en aquella emblemática junta —quizás la más importante de su historia— por el 55 por ciento de los votos, marcando un punto de inflexión entre las dos visiones imperantes en la colectividad. La mayoría de los 800 compromisarios consiguió que se suprimiera del voto político toda referencia al «socialismo comunitario», pero cediendo a la voluntad del sector liderado por Fuentealba de repudiar explícitamente cualquier salida política al margen de la Constitución y que entrañara un Golpe de Estado, la guerra civil o el derrocamiento del gobierno. Al introducir —no sin conflictos— en el voto político el párrafo 14, que contenía esta expresa afirmación, se buscaba frenar a los minoritarios grupos internos que venían promoviendo la deliberación política o, en el eufemismo al uso, la «autonomía de funciones», de los institutos armados, grupos que liderados por el ex ministro de Defensa, senador Juan de Dios Carmona, controlaban sin contrapeso las orientaciones, los vínculos y la información del partido con los militares.
Fue precisamente Carmona quien planteó el 14 de junio —en vísperas del día originalmente pensado para la insurrección militar y que se pospuso para el 29 de junio, según los planes de la CIA— en representación de la colectividad, la ineficacia del diálogo, la inconstitucionalidad del gobierno, la primacía de la doctrina de la seguridad nacional, y la «legitimidad de la deliberación e insubordinación castrense». Fue sobre este fondo que se desató el movimiento sedicioso fraguado entre Patria y Libertad y oficiales del Ejército, la Armada y la Aviación, y cuyo objetivo era capturar al Presidente de la República y tomar el Palacio de La Moneda. Fue con ocasión de este sofocado alzamiento cuando el Presidente Allende hizo una advertencia que perturbó a las Fuerzas Armadas y a los partidos de oposición. Dijo entonces por cadena nacional: «¡Si llega la hora, armas tendrá el pueblo, pero yo confío en las Fuerzas Armadas leales al Gobierno¡». La fuerte admonición significaba que las armas estaban disponibles, que su monopolio ya no pertenecía a los militares, y que la eventualidad de un conflicto armado cobraba verosimilitud.
Que se descubriera una camioneta fiscal portando armas de origen cubano y checoslovaco, constituyó el inicio de una fría constatación. Se calculaba que las armas internadas superaban las 12 mil, aunque diputados como Claudio Orrego Vicuña las cifraban en 40 mil. Sólo el PC reconocería años después haber acopiado unas 4 mil. Podría agregarse que su eficacia llegó a ser ínfima a raíz de la rigurosa aplicación de la Ley de Control de Armas que, a cargo de las instituciones de la defensa nacional, logró limitar su distribución y empleo. La mayor amenaza de guerra civil no procedía pues de estas armas, ni de los milicianos extranjeros, ni del poder popular dual de un sector de la izquierda, que buscaba combatir la estrategia igualmente subversiva de la desobediencia civil ya ejercida por el Partido Nacional y Patria y Libertad.
Para muchos, el verdadero temor que llevó la sospecha y la desconfianza —estimuladas por fuerzas extranjeras— al límite de la irracionalidad, fue el riesgo de reeditar la revolución de 1891, cuando el Ejército se mantuvo leal al Presidente Balmaceda y la Marina se alineó con el Congreso. Esa conflagración civil, donde el Ejército fue derrotado, le había costado a Chile unas diez mil víctimas fatales.

EL JUEGO DE LOS ATAJOS INSTITUCIONALES 

Por ese miedo atávico de nuestra historia, el diálogo de agosto entre la Democracia Cristiana y el Presidente Allende no rindió frutos. Cuando Allende invitó a la colectividad a conformar comisiones de trabajo, ésta se rehusó por considerarlo una táctica dilatoria. La piedra del tope fue siempre la reforma industrial. El programa de la Unidad Popular contemplaba el traspaso de 90 empresas al área social; pero en septiembre ya eran 430 las industrias en manos del Estado. Por eso, la DC condicionaba su colaboración con el Presidente Allende a la promulgación de la reforma constitucional de las tres áreas de la economía, la que éste se negaba a firmar pues aquello importaba la acreditación del quórum parlamentario para su propia destitución. En algún momento, en un intento por destrabar la negociación, el propio senador Fuentealba sugirió que el Presidente no estaba obligado a promulgar la reforma. Y reafirmando la institución presidencial, pocos días antes del Golpe, Eduardo Frei declarará: «Para que Chile emerja de la presente crisis se requiere un cambio de gobierno; no de Presidente».
A mediados de agosto, el conflicto entre la oposición y el gobierno se hacía insostenible, e incluso The New York Times, en su editorial «Chile al borde del abismo», echaba de menos liderazgos que pudieran evitar una guerra civil. Mientras el Presidente denunciaba los excesos de la extrema derecha y de la ultraizquierda, aseguraba al país que confiaba en la verticalidad del mando militar, e insistía en  incorporar a los militares a su gabinete. Fue así que la Cámara de Diputados, temiendo la alineación de los militares con el gobierno, emitió una declaración el 22 de agosto, denominada ‘Acuerdo sobre el Grave Quebrantamiento Constitucional y Legal de la República’, que apremió el desenlace del proceso político. El libelo promovido y redactado por el Partido Nacional, concitó la adhesión de toda la oposición. Fue un juicio político que desbordó las facultades fiscalizadoras del Congreso, controvirtió las bases jurídicas de la Constitución de 1925, y originó la renuncia de Prats, principal soporte de la política de defensa de Allende. Todo cuanto se especule a partir de este momento a favor del diálogo, del plebiscito, de la renuncia de los parlamentarios a sus cargos, será argumento vacuo. La izquierda había sido desarmada y vagaba perpleja ante un futuro incierto.

LA JUNTA MILITAR Y LAS DOS VISIONES DE LA DC

La directiva nacional declaró que el Golpe había sido consecuencia del desastre económico, el caos institucional, la violencia armada y la crisis moral a la que el gobierno depuesto había conducido al país. Expresó su confianza en que las Fuerzas Armadas devolverían el poder al pueblo soberano, y respaldó a la Junta Militar, argumentando que su instauración interpretaba el sentir del país y que todos debían contribuir a su patriótica tarea. Una semana después, Patricio Aylwin dirá a Il Corriere della Sera, que «el Gobierno de Allende había agotado la vía chilena al socialismo y se aprestaba a consumar un autogolpe para instaurar por la fuerza la dictadura comunista». Seguidamente, confesará su temor de que se hubiera replicado en Chile el ‘Golpe de Praga’, y afirmará que las Fuerzas Armadas, contraviniendo su tradición, se vieron obligadas a intervenir.
No obstante, el día 13 de septiembre un grupo de democratacristianos, encabezados por Bernardo Leighton, Radomiro Tomic, Renán Fuentealba, Andrés Aylwin, Mariano Ruiz-Esquide, Ignacio Palma y Belisario Velasco, repudió y condenó el derrocamiento del Presidente constitucional. Rechazó el Golpe y sus justificaciones, sobre todo aquellas que prestaron legitimidad a los excesos de la extrema derecha y de la ultraizquierda, y reivindicó el proceso de reformas iniciado en 1964 como conquistas de la democracia.
Una y otra visión coronaron las dos lógicas que intervinieron en la dialéctica democratacristiana, y cuyas consecuencias aún persisten. La de no dejarle pasar ni una al gobierno, que temía a la amenaza totalitaria, y la del consenso mínimo, más preocupada por una involución de sello fascista. La de una oposición categórica, y la de una colaboración dialogante. Acaso el principal error de la Democracia Cristiana haya sido el no haber comprendido que ella era el eje de la política nacional, la fuerza dotada de legitimidad y poder para conducir y superar la crisis; la que, siguiendo la metáfora de una muerte anunciada, podría haberle abierto las puertas a la despavorida y ya exhausta voluntad de entendimiento.
Al partido de Frei, Tomic, Leighton y Palma se le podrá criticar un talante revolucionario de baja intensidad, una escasa disposición al diálogo, una dogmática defensa de las instituciones, una propensión a aliarse con la derecha, animada por temores reales o ficticios a una amenaza totalitaria, incluso una irresolución en momentos difíciles, pero no se le puede juzgar por su inconsecuencia con una lucha armada que no compartía, y para la cual no estaba preparada ni ideológica ni materialmente. Pero, como diríamos, parafraseando a Carlos Altamirano, uno de los cerebros más lúcidos de aquel convulso periodo, algunos seguirán durmiendo tranquilos mientras puedan culpar a la Democracia Cristiana de conspirar con los sediciosos, de servir a la CIA y a la ITT, y de aliarse con la reacción y el imperialismo. Es la función del mito, reafirmar identidades colectivas, a veces petrificando la memoria sobre los hechos, a veces convirtiendo en rituales las motivaciones ideológicas de sus protagonistas, para, de este modo, ocultar sus propias responsabilidades en la tragedia.

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